lunes, 20 de marzo de 2017

Cumpleaños fatal

Hay aniversarios que nadie desea celebrar, pero que inevitablemente se nos presentan una y otra vez por delante. El de la entrada de hoy lleva ya varias semanas rondándome. Desde finales de febrero. Ese fue el momento en el que mi salud se empezó a resentir, hasta el punto de que un día me tuve que marchar del trabajo a mitad de la jornada laboral porque me sentía muy mareada.

Luego llegó otro aniversario. El de las 52 semanas de baja que se cumplieron el día 15 de marzo. Que se dice pronto: un año de baja laboral por enfermedad "común".

Y ayer Facebook me recordaba que fue un día 19 de marzo el que anuncié al "resto del mundo" mi condición de enferma de cáncer.

Las efemérides me persiguen pues. Y me acosan de tal manera que hasta que no les preste un poquito de atención en términos de palabras, no dejarán de rondarme.

Un año. Un cumpleaños sin vela ni canciones. Un cumpleaños que nadie desearía celebrar. Un cumpleaños fatal, como reza la coplilla cachonda que cantan algunos de nuestros hijos en los cumpleaños ajenos: "Cumpleaños falta, que lo pases muy mal, que te pille un tranvía...". Pues sí, más de 365 días sumo ya de ser arrollada por un tranvía, no solo en el momento del diagnóstico, sino también cada vez que me acuerdo de que "lo mío" no tiene cura. Que sí, que lo tengo integrado en mi día a día. Pero, de repente, un día recuerdas que no puedes hacer planes a largo plazo, que quizás no estés ahí el curso que viene o cuando tu hijo empiece al instituto. De repente, un día se muere Bimba o se muere Pablo y te das cuenta de que esto de cronificar la enfermedad está muy bien pero es "pan para hoy y hambre para mañana"...

Un año de incontables pinchazos y analíticas. Un año con 17 ciclos de medicación que han supuesto casi un mes en el hospital de día; mes y medio si contamos también los días de las analíticas y revisiones oncológicas. Dos meses si sumamos al hospital de día, las visitas a radiología, medicina nuclear o cardiología. Tres meses si añadimos también los días ingresos hospitalarios en planta o en urgencias. Otro mes más si sumamos las visitas al médico de familia, a la enfermera y a la mutua. Un año en el que una tercera parte del mismo ha estado centrada en mis médicos; en mi enfermedad.

Un año en el infierno. Un año en el que ha habido días en los que me sentía incapaz de ir a buscar a mis hijos al colegio. Días en los que casi no tenía fuerzas para subir unas escaleras o en los que lo único que podía hacer era darme la vuelta en la cama y seguir durmiendo. Un año en el que me he acostumbrado a tomar dósis asombrosas de corticoides para evitar la reacción alérgica a los medicamentos que me tienen que alargar la vida. Un año en el que la piel de mis tobillos se ha estirado hasta límites insospechados. Un año en el que me he acostumbrado a llevar marca debajo de los ojos cada vez que me quito las gafas de sol.

Un año de menopausia adelantada. Un año de sofocos. Un año de duelo por mi última lactancia perdida. Mal inicio y mal final. Un año de libido inexistente. Un año de pelearme con mi cuerpo por traicionarme una vez más. 365 días de vivir sin pelo, sudando lo indecible en verano y teniéndome que meter en la cama con pañuelo en la cabeza en invierno. Un año de contar calvas en las pestañas y de agradecer no haberme quedado sin cejas, hasta el día que veo una foto de cuando tenía "cejas" de verdad y me doy cuenta de que cualquier parecido es mera coincidencia.

Y, sin embargo, a pesar de todo lo pasado... a pesar de todo lo vivido... No puedo dejar de agradecer el seguir aquí. Hoy, un año depués, sigo viva. Un año después sigo "bien". Puedo hacer "vida normal". Estar en casa con mi familia y con mis hijos. Ahora puedo pasear e incluso pegarme alguna carrera para dar patadas a una pelota mientras juego con mis hijos. Puedo ir a la compra sin agotarme, puedo cocinar y disfrutar de la comida, puedo empezar a hacer planes sin miedo a tener que cancelarlos a última hora.

Y ha sido un año también en el cielo. En el que mucha gente se ha preocupado por mí, por mi familia, por hacernos las cosas más fáciles, por regalarnos #momentosynocosas, por estar siempre al otro lado, siempre pendientes, más cerca o más lejos, pero acompañándome y dándome aliento constantemente para seguir adelante.

Un año de amor incondicional de mi marido y de mis hijos. De cariño de mis amigos. Un año de reconciliarme conmigo misma y con mi cuerpo. De plantearme metas y objetivos a corto y medio plazo. Un año de tratar de que la rutina no se adueñe de la cadencia de mi vida y de tratar de atesorar esos momentos preciosos: las charlas con Darío, las tardes de hacer alguna actividad todos juntos, las sesiones de cocinitas con Diana, los momentos de lectura antes de acostarse, jugar a las cosquillas con Erik o despertarnos por la mañana juntos, con besos y caricias, la complicidad con mi marido, nuestra retomada intimidad.

Un año de aprendizaje. Un aprendizaje que no le deso a nadie. Que cambiaría por casi cualquier cosa. 52 semanas de querer despertar de un sueño y 52 semanas también de disfrutar de los pequeños placeres de la vida. 365 días de lamentar lo perdido y de agradecer cada rayo de sol, la acidez de las fresas, el olor a tierra mojada, las caricias y las flores regaladas, las miradas cómplices, el abandono de reír a carcajadas...

Un año en el cielo. Un año en el infierno. El ying y el yang... Y ahora mismo solo puedo desear vivir muchos años más, que sean, por lo menos igual que este o mejores.

domingo, 5 de marzo de 2017

Miedo

Leía hace tiempo en un artículo sobre mujeres y su actitud frente al cáncer que una de ellas afirmaba que, desde que le habían diagnosticado, el miedo se había instalado en su vida.

Cuando estamos sanos y nos sentimos jóvenes, siempre nos parece que "esto del cáncer" les ocurre a otras personas. A personas mayores, que no se cuidan, con malos hábitos, pero nunca a nosotros. Y, de repente, un día te dan la noticia y tu mundo se hace añicos y no tienes ni idea de cómo recoger todos esos cristales, y recomponer la ventana con la que miras al mundo, sin morir de una hermorragia a base de pequeños cortes.

El miedo está ahí. Está siempre presente. La incertidumbre hacia las pruebas, los tratamientos, los efectos secundarios... Pero, en mi caso, y os va a sonar raro, no tengo miedo a morirme. A ver, está claro que no quiero morirme y que me gustaría no estar enferma. Pero la muerte es algo que he aceptado hace tiempo. Ya no es algo extraño o lejano y en lo que no quiero pensar. Es algo en lo que he pensado mucho, y, extrañamente, precisamente eso me ha hecho asumirlo e incorporarlo en mi vida... Con toda la normalidad posible. "Lo triste no es morir, lo triste es la gente que no sabe vivir", decía Pablo Ráez.

Así pues, miedo, sí. Vivo. Vivo e intento saborear cada día. Buscar el meollo. Pero no vivo libre de miedo. No tener miedo a la muerte no significa haber vencido al miedo. En mi caso, mis miedos son otros. Me da miedo cómo mi enfermedad o mi ausencia pueda afectar a mis hijos.

Cuando me diagnosticaron el cáncer y le dijeron a mi marido que la mediana de esperanza de vida en mujeres en mi situación era de dos años y medio yo solo podía pensar en que mi hijo pequeño acababa de cumplir dos años. ¡¡¡Dos años!!! Yo no tengo ningún recuerdo de cuándo tenía dos años y me entristecía terriblemente la posibilidad de que mi hijo, de mayor, no tuviera ningún recuerdo en su memoria de su madre, más allá de algún sentimiento o de las imágenes que pudiera ver en las fotos.

Me da miedo que mi hija, la mediana, crezca con miedo a la enfermedad, desconfiando de su propio cuerpo a consecuencia de todo este proceso y de mi previsible falta. Me aterra que sufra mi pérdida. Me entristece imaginarla llorando por mí y echándome en falta en los momentos importantes de su vida. Me enfada el hecho de convertirme en un icono estático para ella y que no se pueda enfadar conmigo o echarme las cosa que me tenga que echar en cara cuando sea mayor.

Sufro pensando en que mi hijo mayor pueda sentirse responsable o culpable de lo que me pasa. Creo que elegí un mal momento para leer "Un monstruo viene a verme" porque no hacía más que pensar en él mientras lo leía y en lo injusto que es que un niño tenga que pasar por la viviencia de perder a su madre y encima tener sentimientos encontrados de culpabilidad o alivio en torno a ello.

Pienso en Pablo. Llegado el momento de mirar a la cara a la muerte, él eligió quedarse en casa, rodeado de los suyos, en lugar de sufrir en una cama de hospital. Recientemente, han aprobado una ley en la Comunidad de Madrid sobre elecciones al final de la vida que permite, por ejemplo, elegir morir en casa sin renunciar por ello a los cuidados paliativos y yo no hago más que pensar que yo no tengo la elección tan clara. No sé si quiero pasar los últimos días en casa y que mis hijos tengan ese recuerdo, o prefiero pasarlos en un hospital donde tal vez la situación sea emocionalmente más compartimentalizable. O quizás de igual, porque ellos van a sufrir de todas maneras, sea donde sea. 

Pero también me da miedo que todos estos miedos me impidan ver claramente la realidad, que sean un osbtáculo para ver lo que realmente importa, que es el día a día, el ahora, el construir esos muros de recuerdos, esos pilares de buenos momentos y de vivencias que sostengan los cimientos de su integridad emocional y su resiliencia de cara a cualquier infortunio que les pueda suceder en el futuro, relacionado conmigo o no.

Así pues, esos son mis miedos. Sé que me tengo que marchar. No me da miedo el camino. No me da miedo no haber VIVIDO puesto que estoy muy orgullosa de todo lo recorrido hasta ahora. Pero esos son mis miedos, son reales, están ahí y conocerlos y expresarlos me hace sentir más fuerte para mantenerlos a raya.